Hace unos días atrás estaba en la parroquia llevando a cabo el ritual de los mediodías cuando por un rato, se detiene la actividad y se cierran los portones. El sol era la combinación perfecta para un día fresco, de esos que parecen perfectos para ser disfrutados a más no poder.
Cuando cerré la última puerta y recorrí el pasillo de cara al sol, volviendo hacia el fondo, escuché una voz muy aguda y débil a la vez. Me di vuelta y vi apostado a la reja a un “petiso” de no más de 9 años, que con cierta desesperación me llamaba. Acudí a él con prisa, pues me asustó su postura, viendo sus manitas agarradas a la reja como queriendo saltarlas con apuro y pavor.
Con semblante temeroso y voz temblorosa me dijo: “Me olvidé la mochila de catecismo y mi mamá está muy enojada”. Hicimos unos pasos juntos en silencio, y puse mi mano en su nuca, como cuando mi papá acompañaba en silencio mis pasos hacia algún lugar, en la intención de imprimir en ese niño y en esta circunstancia, aquel gesto que en más de una oportunidad pudo transmitirme seguridad y confianza. Sentí allí, ahora con el sol en pleno dándonos a la cara, que había un frío tajante, de esos tan difíciles de soportar. Era el frío del temor y el terror por lo que podría llegar después. Lo sé, ese niño no sólo temía al enojo de su mamá, sino también a lo que quizás tiempo más tarde, debía someterse.
En aquél salón adonde habían hablado del amor de Dios, tomó su mochila olvidada con apuro y agitación. Emprendimos la vuelta a la reja de entrada y volví a tomarlo del cuello con el deseo de transmitirle tranquilidad. Y le dije: “Todo tiene solución… Esto también”. El me respondió: “El enojo de mi mamá no tiene solución”. Volví a insistirle que no era grave lo que había sucedido, y que son cosas que nos pueden suceder. Pero lejos de calmar su agitación, como imaginando un torbellino en acción, redobló su apuesta y expresó: “Además mi mamá me dijo sos un tonto”.
Todo intento de serenar a aquel niño inocente parecía inútil, pues también pude constatar que una palabra bastaba para desestabilizar una vida.
El sol seguía acompañándonos, pero ahora nos daba en la espalda, y como si fuera un padre, nos abrazó a los dos con su calor que daba justo en nuestro cuello, como siendo el único protector, un sol intenso de un cielo abierto inmejorable.
Me detuve y lo detuve, y como queriendo sanar en ese instante una herida supurante de frustración y dolor, sólo pude decirle con voz no muy firme: “Sabelo, vos no sos ningún tonto, son cosas que nos pueden suceder”.
¿Cómo restituir a un niño, aquello que los adultos, hasta quizás sin tener dimensión de lo que hacemos o decimos, somos capaces de quitar?
Lo sentí, y me quise quedar con lo que podía aprovechar de aquella circunstancia dolorosa: El valor de la palabra de los adultos es capaz de no sólo herir en la niñez, sino también de dejar resentido a un corazón para siempre, con heridas que tal vez ni el correr de toda una vida puede llegar a sanar.
Creo que de todo podemos aprender, y yo aprendí, que cada niño es un cristal frágil y delicado que en nuestras manos puede ser cuidado o dañado, estimulado o inhabilitado, al que podemos darle valor o desestimación profunda.
Lloré. Pero regué un terreno para que de allí surgiera algo bueno. Al menos esta columna que quizás a alguno ayude a pensar. Somos tíos, padres, madres, hermanos mayores, docentes, médicos, sacerdotes, catequistas, comunicadores, profes o vaya a saber el lugar donde nos encontremos ejerciendo esta posibilidad de “habilitar” o “anular”.
Lloré y lo contemplé irse, con paso apresurado y débil a la vez. Preferí no ir hasta la reja con él y enfrentarme a quien en pocos segundos me despertó indignación y tristeza. Preferí dejar que el sol lo abrace con su calor y le haga sentir en su cuello algo especial. Digo el sol, pero se lo pedí a papá Dios. Que le transmita seguridad y valor, para que aún viviendo esto, no deje nunca de apostar a que “él vale” y no es un tonto.
Las palabras pueden tener el filo de una espada, o ser una caricia de terciopelo. Tenemos la posibilidad de decirlas o callarlas, de ofrecerlas o desperdiciarlas. Seamos adultos, seamos responsables, y hagamos de cada niño que se nos presente, una posibilidad generosa para el futuro.
Lejos de estigmatizar a una madre o un padre, busco aprender de lo que nos pasa, aunque a veces la enseñanza llegue a través del dolor propio o ajeno, como el de este niño, o el niño que hemos sido y todavía necesita ser abrazado por el sol con ternura y seguridad.
COLUMNA | Padre Matías Pérez