Por Rubén Sisterna
Hace calor en San Nicolás ese miércoles 3 de octubre de 1973. Un hombre metido en sus pensamientos, el periodista José Domingo Colombo, cruza la calle y enfila para el diario El Norte, como hace todos los días. Tiene la cabeza ocupada en las notas que está escribiendo.
Entra al diario, cruza la administración, saluda a todos sus compañeros con la misma amabilidad y calidez de siempre, entra a la redacción y se sienta frente a su escritorio.
Inmediatamente, sin perder tiempo, coloca una hoja en blanco y empieza a castigar las teclas de la vieja máquina de escribir, donde puede estar horas sin distraerse con nada.
En la redacción, muy cerca suyo, hay dos jóvenes: el fotógrafo Rodolfo Álvarez, de 18 años, y el cadete Rubén Alegrette, de 15 años, que trabaja en el diario desde hace unos meses.
Rodolfo, que está sentado, y Rubén, parado al lado de la puerta con una escoba en la mano, charlan de bueyes perdidos, sin imaginar siquiera la tragedia que se avecina.
Colombo cada tanto intercambia alguna palabra suelta con ellos pero en ningún momento deja de escribir, de concentrado que está.
15:10 horas. En la administración se escucha un grito: “¡Todos al suelo!”. Como al diario siempre entra mucha gente, no le prestan atención. Rodolfo y Rubén siguen charlando como si nada.
En ese momento se aparece en la escena un hombre no muy alto, morrudo, vestido de gris, de campera y polera, y a cara descubierta. Le dice a Rubén: “Correte, pibe”. Y el joven cadete se hace para atrás, sin soltar la escoba.
El asesino tiene en sus manos una Itaka, se encuentra a un par de metros de Colombo. Desde la puerta apunta en dirección al redactor y dispara. En ese momento, se produce la detonación, tremenda, ensordecedora, y la cabeza del periodista estalla en mil pedazos.
La bala entra por un costado de la cara. El cuerpo de Colombo queda apoyado sobre el escritorio. La vieja máquina de escribir queda en silencio. Todo ocurre muy rápido.
El asesino da un paso para atrás, recarga el arma y se mete de nuevo a la redacción, como buscando algo. Se asoma y así como llegó, se va, sin decir una palabra. Rodolfo y Rubén (sin soltar la escoba) quedan petrificados, estupefactos.
Luego se acerca a la redacción otro hombre, este es flaco y alto, con la cara tapada por un pañuelo, vestido con un conjunto de mecánico. Lleva un revólver en la mano y una bolsita en la otra. Y al igual que el anterior, así como entra, desaparece enseguida.
Horas más tarde detendrán a Sanz y a Buchón González, que había quedado de campana en un automóvil fuera del diario. Del hombre flaco que entra después de Sanz, nunca se supo nada.
Ese 3 de octubre de 1973, fue asesinado José Domingo Colombo, de 37 años, en la redacción del diario El Norte.
El asesino, Juan Sanz, le disparó con una Itaka, y le voló la cabeza.
A 49 años del asesinato de Colombo lo recordamos como la persona que fue: amable, respetuoso, cordial, apasionado, idealista, con vocación de periodista. Lo mataron mientras trabajaba en la redacción, como hacía todos los días.
Rubén, aquel cadete de 15 años, lo recuerda hoy, casi cincuenta años después, con palabras cariñosas. “Siempre me daba consejos, me decía que no dejara de estudiar. El nunca hablaba de temas políticos conmigo. Siempre estaba en la máquina de escribir; agachaba la cabeza y le daba con todo. Era un hombre muy educado. Con todos por igual, siempre respetuoso y amable. Para mí era un señor”.
José Domingo Colombo fue una víctima más de la intolerancia, la locura criminal y el salvajismo. Por eso hoy decimos con más fuerza que nunca: Colombo, ¡presente!