Por Obispo Monseñor Hugo Santiago
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Marcos (Mt. 11,1-10)
“Cuando Jesús y los suyos se aproximaban a Jerusalén, estando ya al pie del monte de los Olivos, cerca de Betfagé y de Betania, Jesús envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: ‘Vayan al pueblo que está enfrente y, al entrar, encontrarán un asno atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganlo, y si alguien les pregunta ‘¿Qué están haciendo?, respondan: ‘El Señor lo necesita y lo va a devolver en seguida’. Ellos fueron y encontraron un asno atado cerca de una puerta, en la calle y lo desataron. Algunos de los que estaban allí les preguntaron: ‘¿qué hacen? ¿Por qué desatan ese asno? Ellos respondieron como Jesús les había dicho y nadie los molestó. Entonces le llevaron el asno, pusieron sus mantos sobre él y Jesús se montó. Muchos extendían sus mantos sobre el camino; otros, lo cubrían con ramas que cortaban en el campo. Los que iban delante y los que seguían a Jesús, gritaban: ‘¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito sea el Reino que ya viene, el Reino de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas! Palabra del Señor.
Desorientados
En este Domingo de Ramos que es la síntesis de lo que viviremos en toda la Semana Santa se lee la Pasión del Señor, el cual entra en Jerusalén aclamado por la gente como Rey. La multitud aclama al que ha multiplicado los panes, ha curado a enfermos, ha resucitado a Lázaro, pero no se imagina que ese que aclaman va a terminar en la cruz. En la gente que aclama a Jesús hay una concepción exitista que no prevé un desenlace que va a desorientar a todos. De hecho, al pie de la cruz no habrá ninguno de aquellos que ahora lo aclaman. Nosotros también nos hubiéramos desorientado porque con la muerte de Jesús muere la justicia –porque Pilatos ve que Jesús es inocente y se lava las manos, es decir, no imparte justicia-; muere la verdad, porque las acusaciones que hacen que lo condenen son mentira; muere el amor, porque al lado de la cruz no hay casi nadie. Uno se pregunta: ¿Dónde están tantos enfermos que Jesús curó? ¿Dónde está la gente que alimentó en la multiplicación de los panes? ¿Dónde está el Dios que premia a los buenos y castiga a los malos? Un Dios débil que deja que lo maten es muy difícil de aceptar.
Porque quiso
Una de las frases que nos orienta en el sentido de los sufrimientos a los que se somete Jesús es que su pasión acontece: “porque quiso”. Dice Jesús: “nadie me quita la vida, sino que la doy voluntariamente y tengo el poder de darla y de retomarla”. No es que los acontecimientos lo “arrastran” a la muerte, Jesús tampoco es un “masoquista” que quiere sufrir por sufrir, su muerte lo entristece como a todo el que va a morir: “mi alma está triste hasta el punto de morir”; la agonía del Huerto de los Olivos lo muestra claramente: “Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”. Jesús se somete voluntariamente a la muerte después de captarla como “voluntad del Padre y salvación nuestra”.
Nace una nueva civilización
El sentido de la “muerte de Dios” estaba anticipado en los profetas: Jeremías, muchos años antes de que Jesús nazca anunciaba lo que Dios quería hacer con la humanidad: “Arrancaré de su interior el corazón de piedra y les daré un corazón de carne, capaz de amar, infundiré mi ley en sus corazones” (Jer. 31,31). No podíamos hacer justicia, éramos incapaces de hacer que la verdad triunfe, estábamos enfermos de egoísmo por el pecado original. El agua que brota del costado del crucificado es signo del bautismo que lavará y sanará nuestro interior haciéndonos capaces de impartir justicia, de jugarnos para que la verdad triunfe, de salir de nuestro mundillo narcisista para ser capaces de regalar nuestro tiempo y talentos en favor de otro sin pedir favores a cambio. Hoy sigue todo mezclado, bien y mal, porque Dios no toca nuestra libertad, pero, de hecho, hay quienes han abierto su corazón a la inspiración del Espíritu Santo y animados por Dios se juegan por la verdad, trabajan por la justicia y aman sirviendo generosamente y de ese servicio sacrificado surge la consolación y la esperanza.
Aclamamos a Dios con ramos de olivo como el que admirado vio por primera vez que de una semilla que se desintegraba en la tierra surgía una planta vigorosa y no terminaba de creerlo. No hay duda que una nueva civilización nace como fruto de la muerte y resurrección de Jesús, por eso también hoy lo aclamamos con palmas. No decimos: “lloren al muerto, porque se ha extinguido la luz”, sino que felicitamos a Dios que en Jesús muerto y resucitado brilla como el sol naciente después de la tormenta dando origen a un nuevo y definitivo día. Buen domingo.